Comentario
Charles De Gaulle dijo en una ocasión que Kennedy era la máscara de Estados Unidos, pero que Lyndon Johnson era su cara real. Se puede reinterpretar esta sentencia diciendo que Gorbachov era la máscara de Rusia y que Yeltsin fue la cara real. Si Yeltsin fue necesario para que el sistema soviético se derrumbara, en el momento en que le tocó desempeñar el poder se descubrió que tenía mucho más de líder populista que de dirigente democrático. Su propia biografía oficial afirma que su estilo revolucionario, intuitivo, directo y abrupto le llevaba a "identificarse con el pueblo y no a adularlo". La forma en que se tradujo en la realidad esta descripción revela que Rusia no se encaminó hacia un sistema democrático normal, sino hacia una especie de régimen autoritario plebiscitario, sujeto a bruscas alternativas y con unas instituciones inesperables y a menudo en confrontación.
En el momento de su victoria, Yeltsin pareció haber renunciado a modificar la composición del Parlamento ruso que había sido elegido antes del intento de golpe de Estado. Pero muy pronto se enfrentó con él y en este hecho es muy posible que un factor importante fuera el propio desconocimiento del funcionamiento de un sistema democrático. "En aquel período -cuenta Yeltsin en sus memorias- no estaba claro qué era un presidente ni qué era un vicepresidente ni la forma que habría de adoptar el Tribunal Constitucional ruso". Aparte de enfrentarse con esta institución, Yeltsin lo hizo también con el propio Rutskoi, su compañero de candidatura, porque criticaba la estrategia de la terapia de choque en el terreno económico.
El aprendizaje de la democracia podría haberse producido por acuerdo: tras conversaciones con el Parlamento, Yeltsin propuso, para elegir un primer ministro, que la Cámara eligiera quince nombres; de ellos escogería cinco candidatos y los presentaría al Parlamento. Pero, cuando se llevó a cabo este procedimiento, no se llegó a una solución satisfactoria porque optó por la segunda persona en número de votos y no por la primera. No sólo fue patente esta muestra de predominio del ejecutivo sobre el legislativo, pues, mientras tanto, el Parlamento protestaba con dureza contra los medios públicos de comunicación utilizados al arbitrio de quien estaba en el poder.
En septiembre de 1993, Yeltsin procedió a la disolución del Parlamento y a anunciar la presentación de una nueva Constitución que sería sometida a referéndum. Según sus memorias fueron sus adversarios quienes tomaron la iniciativa de la violencia, una vez fracasada la mediación del patriarca ruso. En Moscú, los incidentes de octubre acabaron con disparos de los tanques contra el edificio del Parlamento y un centenar de muertos. Pero la victoria de Yeltsin no proporcionó en absoluto estabilidad a Rusia. A partir de este momento, parece no haber sentido ningún interés en apoyar a Gaidar, su preferido anterior como primer ministro, a quien ahora sustituyó por Chernomirdin. En algo sí existió una marcada continuidad: el enfrentamiento con el Parlamento fuera éste el que fuera.
La intervención en Chechenia, de la que se tratará más adelante, fue repudiada por el 90% de los diputados, pero esto no pareció causar impresión a Yeltsin que, en 1995, tenía menos del 10% de apoyo en la opinión pública. Contó, sin embargo, con la aprobación del mundo occidental tanto cuando se produjo el enfrentamiento de 1993 como con posterioridad, en el momento de las nuevas elecciones presidenciales. La insatisfacción que pudiera sentir Occidente se contraponía a la inexistencia de una alternativa mejor y a la capacidad de renovación de un populismo que acaba siendo efectivo en términos electorales.
Pero eso no supone que el sistema político de la nueva Rusia resultara democrático. De acuerdo con la Constitución de 1993, el presidente de Rusia es elegido por dos períodos de cuatro años y tiene en sus manos decidir las "líneas básicas de la política interior y exterior". La Duma o Parlamento está compuesta por 450 diputados, la mitad de los cuales es elegida por sistema mayoritario. En realidad, es escaso el impacto de las elecciones legislativas en la determinación de la composición de los Ministerios, que dependen en exclusiva de la voluntad presidencial. El papel político del Ejército se configura a través de la existencia de un influyente Consejo de Seguridad. Existen hasta 137 Ministerios, unos 50 más que en la época en que existía la URSS. Quienes habían sido opositores del régimen soviético -una minoría formada principalmente por intelectuales- han desaparecido de la vida política.
La política de Yeltsin se ha caracterizado siempre por permanentes vaivenes y no sólo por lo que respecta a sus decisiones sobre a quién elegir como primer ministro. Sus relaciones con el resto de los países de la CEI han sido frecuentemente conflictivas: así ha sucedido, por ejemplo, con Ucrania, debido a la pugna sobre la Flota rusa del Mar Negro. Pero también se han producido conflictos en unidades políticas menores. La Guerra de Chechenia, desde mediados de la década de los noventa hasta la actualidad, revela no sólo la permanencia de los problemas relacionados con la heterogeneidad de la antigua URSS sino también la incapacidad del Ejército para resolver una guerra de guerrillas.
Hasta finales de los noventa, los rusos debieron aceptar una situación de independencia de hecho con las autoridades de Chechenia firmando tratados con los tártaros y por Bashkortán que presumían una especie de trato entre iguales. Ni siquiera con la mención a este conflicto se pueden declarar concluidas las referencias a los problemas de pluralidad interna de la Rusia actual. Resultan muy frecuentes las quejas de algunas unidades políticas menores debido al peso de los impuestos que recaen sobre ellas.
Esto nos lleva a plantear la difícil situación económica en que Rusia ha permanecido durante la década de los noventa. En 1991, empezaba ya a ser desastrosa: ese año se produjo un descenso de la producción en un 10% en productos energéticos, químicos y alimentarios, pero lo peor estaba aún por venir. El PIB pudo haber bajado más del 40% entre 1991 y 1994, aunque las estadísticas parecen poco fiables, por estar sujetos los datos básicos a ocultación sistemática. En industria, el decrecimiento puede haber llegado a ser del 50%, mientras que en la agricultura los descensos han sido menores. Pero lo más grave no es esto, sino que la vida económica no parece sujeta a reglas.
Lo que ha venido tras el régimen colectivista no ha sido el capitalismo ni tampoco el capitalismo salvaje, sino una especie de lucha tribal de grupos de interés económico al margen de la legalidad. Yeltsin mismo llegó a decir que el 40% de los empresarios estaba vinculado a la mafia. Las consecuencias afectaban, como resulta lógico, a la confianza del capital exterior. En 1984-1994, Rusia recibió tan sólo 7.000 millones de dólares de inversión extranjera, una cifra muy baja comparada con los 83.000 millones de China.
La gravedad de la situación económica se aprecia también en el nivel de vida: se ha calculado que entre 1990 y 1994 murieron un millón y medio más de personas como consecuencia de su deterioro. En sanidad, por ejemplo, el gasto público viene a ser la mitad del mínimo imprescindible. La delincuencia, por otra parte, no se limita a planear sobre el mundo económico, sino que ha adquirido la condición de una plaga habitual: en tan sólo 1994 se contabilizaron 29.000 asesinatos.
Una situación como la descrita no sólo no ha tenido como consecuencia hacer desaparecer las pretensiones imperiales del pasado sino que, por el contrario, ha existido la tentación de incrementarlas para compensar con la grandeza exterior los problemas del interior; en el fondo, de un modo no tan distinto a como sucedió en la época de Breznev. Así ha reaparecido una política nacionalista nacida de la oposición a la OTAN -en especial, a su extensión hacia el Este- y de una eslavofilia que lleva, por ejemplo, a ejercer una indudable actitud protectora respecto a Serbia.
Esta actitud de creciente nacionalismo ha sido asumida por Yeltsin, incorporando las doctrinas nacionalistas de los liberal demócratas, la extrema derecha de la Duma rusa. Al menos en su caso, ha consistido en reivindicaciones ante los países occidentales que concluyen en la petición de ayuda económica o en la benevolencia de los occidentales a la hora de admitir en la práctica que buena parte de esos fondos no se emplea con los propósitos señalados a la hora de concederse los préstamos.
En mayor o menor grado cuanto antecede, que se refiere primordialmente a Rusia, puede extenderse, en ocasiones con agravantes, al conjunto de los países actuales que en su día formaron parte de la URSS. Si en Rusia, por ejemplo, el 83% de quienes en 1993 ocupaban puestos de relieve habían sido militantes de Partidos Comunistas el porcentaje es todavía mayor en Asia Central. En realidad, las instituciones políticas se caracterizan en casi todos los casos por un presidencialismo desbocado y casi omnipotente frente al parlamentarismo que ha sido la fórmula habitual en la Europa central democrática y poscomunista.
En consecuencia, se puede hablar en el mejor de los casos de una "democracia delegativa", sujeta, más que a control, a plebiscitos ocasionales. Esta situación suele estar acompañada, en el caso de las repúblicas asiáticas, por un centralismo extremado. Pero también hay otros casos, en los que la realidad política es una pura y simple dictadura: éste es el caso, no sólo del centro de Asia, sino también de Azerbaiyán en el Cáucaso y de Bielorrusia al Oeste. En cuanto a la situación económica, se caracteriza también por los problemas indicados, e incluso multiplicados.
La reflexión que se impone ante este panorama remite a algunos clásicos del pensamiento político del pasado y también a lo que han escrito algunos intelectuales rusos en el presente. Ya Tocqueville afirmó que resulta sencillo hacer una revolución contra un sistema tiránico, pero lo es mucho menos construir luego una democracia viable. Quizá tuvo menos razón Montesquieu cuando aseguró que los regímenes eran como los climas y el ruso se caracteriza por su carácter extremado y sus cambios bruscos. En el actual, muchos occidentales ven reproducirse los rasgos de irresponsabilidad, confianza en la buena suerte, ignorancia y mala educación combinada con el servilismo hacia lo extranjero que tantas veces aparecieron en el pasado ruso. Toda esta actitud parece basada en estereotipos pero no parece por completo carente de justificación.
Por su parte, Solzhenitsyn se ha convertido en el representante más caracterizado de ese patriotismo ruso receloso con respecto a Occidente y entusiasmado con el alma tradicional del propio país. Para él los reformadores se habrían comportado como "fanáticos que, obnubilados por una idea fija, empuñan sin la menor duda su escalpelo y se ponen a cortar y recortar el cuerpo de Rusia"; en este sentido han resultado más los herederos que los adversarios de los comunistas.
En tono angustioso, se pregunta el escritor sobre la supervivencia de Rusia mientras que describe la transformación económica como un "pillaje perpetrado en las sombras y visto como algo irremediable". El juicio de Elena Bonner, la viuda de Sajarov, aun muy distinto en su fundamento, no resulta mucho más positivo: "Nunca hemos vivido en democracia, pero en los últimos años hemos conseguido desacreditar la idea misma de la democracia". De las incógnitas sobre el futuro que tiene la Humanidad al comienzo de un nuevo milenio, una de las más graves es, en definitiva, la que se refiere a la antigua URSS.